29.12.08

Luz de gas

En el largo (o corto, según se mire) camino de la infancia, nuestros padres nos van enseñando todo: a caminar, a hablar, a comportarnos (bueno, eso algunos padres)… nos enseñan a vivir, y sobre todo a sobrevivir.

En mi caso, he contado con unos padres recios, duros, acostumbrados a lidiar una vida difícil, así que me enseñaron que ahí fuera las cosas no son fáciles, que todo requiere sacrificio, que esto es un valle de lágrimas y que hay que esforzarse. Me enseñaron que el trabajo es la base de todo, que el ahorro es conveniente, que es antes la obligación que la devoción. Leyendo esto cualquiera podría pensar que soy una persona fuerte, preparada para acometer las idas y venidas, subidas y bajadas, las dificultades de la existencia. Podrían pensar que mis padres han hecho un buen trabajo, que me han hecho una persona de bien, recta y comprometida. Pues sí, pero mis padres fallaron en algo. Se les escapó un detalle importante. Es probable que sus enseñanzas me hicieran sobrevivir a una guerra, a esta crisis, a tiempos difíciles, pero hoy tengo que decirle a mis padres que hay algo que no me enseñaron: a enfrentarme a MOVISTAR.

Lo siento, papá y mamá, habéis fallado. Ayer, por vuestra culpa, me sentí impotente, incapaz, hundida. No supe qué hacer, cómo pasar ese trance. Aunque lo intenté, no pude cambiar de móvil.

Hace 3 años y medio que vivo con mi maravilloso Nokia 6820, probablemente el mejor teléfono que vaya a tener jamás. Bueno, en realidad vivo con mi segundo Nokia 6820, porque el primero lucía este aspecto tan lamentable,




y mi amigo Juanito, que es un tipo estupendo y que me quiere más de lo que debería, me compró en ebay uno en mejores condiciones. El caso es que no se oye del todo bien, y con que pase un autobús al lado ya soy incapaz de mantener una conversación normal. Por eso cuando MOVISTAR me mandó un mensaje diciéndome que me regalaban 50.000 puntos para cambiar mi móvil por un i-phone, pues pensé que igual había llegado el momento de cambiar. En el mensaje, éste que ven en la fotografía, me dicen que acuda a una tienda MOVISTAR.

Pues bien, eso es lo que hice, acudir. En concreto fui a la de la Gran Vía, esa que cuando pasas por las noches, tienes que cerrar los ojos, porque es como mirar al sol, de la cantidad de luz que desprende. Allí me atendió amablemente un chico, al que le enseñé el mensaje. Comenzó el proceso y, al llegar el momento de hacerlo, me dice que, además de los 80.100 puntos que tengo, debo abonar 197 euros. No, eso no era lo que yo había visto. Con mis 80.100 puntos, más los 50.000 que me regalaba MOVISTAR sólo tenía que pagar 66 euros. ¿El problema? Que en el ordenador esos 50.000 puntos no aparecían. Según el chico, no había nada que hacer por su parte. En todo caso, llamar al 4636 y contarles lo que pasaba.

Hasta aquí, los obstáculos que me esperaba. No es fácil tratar con MOVISTAR, yo ya lo sabía, a pesar de que mis padres nunca me hubieran avisado. Así que allí, sentadita en la tienda MOVISTAR, llamo al 4636. Una máquina me da la bienvenida a Movistar y me pide que le diga qué quiero hacer acerca del programa de puntos: Si quiero información general, si quiero conocer mi saldo o si quiero hacer otras gestiones. Le digo que otras gestiones, porque no quiero información y ya sé cuántos puntos tengo. Entonces ocurre algo: la máquina me dice: “Si quieres hacer alguna gestión del programa de puntos, llama al 4636. ¿CÓMO? ¡Ese era el número al que estaba llamando! No se puede hacer nada. El chico me dice “se habrán ido ya, que es Nochebuena”. Bueno, hasta donde yo sé, el día de Nochebuena es laborable, y tienen un horario hasta las 22.00, y en ese momento eran apenas las 17.00.

En fin, me rindo y decido que llamaré el día 26. Así lo hago. Llamo al 4636, y de nuevo, el bucle. Llamo otra vez. De nuevo me dicen que llame al 4636. Empiezo a pensar que hacen luz de gas a los clientes. Por supuesto, todas y cada una de estas llamadas al 4636 se tarifan por parte de MOVISTAR. Pienso, en mi buena fe, que igual tienen la máquina estropeada, así que llamo desde un fijo al 1485. Me atiende una señorita a la que le cuento todo lo ocurrido. Me pide mi número de teléfono y mi DNI, y me pide que espere, que confirman mis datos. Vuelve al momento a decirme que siga esperando a que confirmen mis datos. Me lo pide otra vez. Y otra. No sé qué datos tenían que confirmar, pero la cosa se alarga unos minutos. Al final, me dice que me pasa con el departamento correspondiente. Una voz mecánica suena al otro lado del teléfono: “Bienvenido a Movistar, indique qué operación desea hacer con el programa de puntos. No, no lo puedo creer. ¡Me ha pasado con el 4636 al que yo YA había llamado! Decido volver a probar, a ver si es que a ellos sí les va. Pero no. Otra vez el muro, otra vez la voz que me dice que llame al número que he llamado. Comienzo a desesperarme, claro.

Llamo de nuevo al 1485. El proceso se repite. Me piden el número de móvil y el DNI. Se lo doy, le cuento la historia, y que me han pasado con un número que me dice que llame al mismo número. Me dice que esta vez me pasa con el departamento correspondiente. De nuevo la misma grabación. Sigo desesperándome y además empiezo a estar cabreada.

Llamo otra vez. Y otra. Una quinta en la que sin perder los nervios, pero ya con claros signos de estar a punto de explotar, les pido que no me vuelvan a pasar con una máquina, sino con una persona. En esta ocasión, creo que me abren una incidencia, y la señorita me dice que si cuando me pase con el departamento correspondiente me sale la máquina, que llame de nuevo (siempre cobrando esas llamadas, claro está) y dé ese número. Desde luego que sale la máquina.

En la última llamada trato de contarle a la señorita lo que me ha dicho la anterior, pero no quiere coger el número que le doy. Dice que ya la ve, y que esta vez me pasan con un departamento. Les digo que me pasen con quejas, me dice que son ellos. Le insisto en que estoy indignada, en que llevo 40 minutos perdidos como si hablar con ellos fuera mantener una tertulia en el Café Gijón, donde hablas con personas que se comunican como máquinas, despidiéndome con un “feliz Navidad” que me suena a sorna y cachondeo. En fin, le digo que haga lo que tenga que hacer pero que no me pase con una máquina.

Imposible. Otra vez el “Bienvenido a Movistar”. Llegados a este punto, sólo veo dos opciones, echarme a llorar o destruir todo lo que tenga que ver con esa compañía. Aún así, saco fuerzas de flaqueza, porque la vida es un valle de lágrimas, y decido irme de nuevo a la tienda Movistar de Gran Vía.

Llego, les cuento lo sucedido, volvemos a hacer la operación a ver si esta vez sale y no, no sale. Me dicen que no pueden hacer nada, que ellos ni siquiera son MOVISTAR, que son Telyco. Y yo me digo dos cosas: a mí qué me importa quién sean, y ¿por qué tengo que conocer yo la organización y las subcontratas de esta compañía? ¿qué pasa, que tengo acciones? A esa hora estoy ya, más que furiosa, harta, cansada, engañada, y estafada. Porque yo no les llamé para pedirles nada, porque ha sido MOVISTAR quien me ha hecho una oferta, así que amablemente le pido al chico la hoja de reclamaciones. Después de un rato, vuelve con esto:



En un momento creo que es la hoja interna de sugerencias, así que le miro casi con satisfacción, porque ya que me estafan, al menos tener algo más chungo aún que contar, y le digo: “Sí, muy bien, y ahora me traes la hoja de reclamaciones, la de verdad”. Me mira sorprendido y disimula un “uy, me he equivocado”, y me pide la hoja. Me la acerco y le digo: “No, no, esta hoja me la quedo yo para presentarla en la documentación”. Se marcha con mala cara y, después de un rato más largo, vuelve con ellas. Después, mirando la primera hoja, me he dado cuenta de que es… ¡UNA FACTURA! Vamos, el colmo del desprecio por el cliente. Y lo demás, pues como siempre. Rellenar la hoja y largarte pensando que les va a dar exactamente igual y que tú has perdido mucho tiempo y algo de dinero.



Pero da igual, porque yo no voy a entrar en su mundo. No voy a hacer la portabilidad a otra compañía para que me llamen y me den el iphone gratis. Yo no soy así. Soy el cliente, y lo mínimo que espero de una gran empresa como MOVISTAR es que me cuide como cliente, y no que yo tenga que amenazarles para que no me vaya después de 10 años en los que jamás he dejado de pagar un duro. Cuando me serene, lo más probable es que canjee mis puntos por un teléfono cualquiera que regalaré a alguien, y entonces sí, haré la portabilidad. Y en ese momento, espero que mantengan la dignidad y no me llamen, porque si mi teléfono suena, igual soy yo la que me estropeo y entro en bucle, y les aseguro que lo que les voy a decir, no va a ser “Bienvenido a Movistar”, y mucho menos “Feliz Navidad”.

Y por favor, los que seais padres, no dejéis nada al azar con la educación de vuestros pequeños. Adistradles en el arte de la guerra contra las grandes compañías. Sólo así estarán preparados para sobrevivir.

27.11.08

De goma

Yo siempre he sabido que para vivir de la política hay que estar hecho de una pasta especial, que es eso mismo que se dice de los toreros cuando les cogen y a los quince días están de nuevo en la plaza: “es que están hechos de otra pasta”. Pues con los políticos pasa lo mismo. Yo creo que, más que como los toreros, los políticos son como lo que se dice de los niños cuando se caen y no les pasa nada: “Es que los niños están hechos de goma”.

Definitivamente creo que sí, que los políticos están hechos de goma. Por eso Rajoy resiste como un campeón las hostias que le vienen por todos lados. Desde su partido, desde el otro, desde unos medios de comunicación, desde los otros, del que fue su mentor, de los que se lo quieren ventilar… yo creo que a Rajoy el panadero le da la barra demasiado cocida y el charcutero le corta las lonchas de jabugo gordas. Y además tiene una portavoz de partido en el congreso que aparece con semejantes pintas.



Si fuera así al congreso, igual otro gallo les cantaría.

Y qué decir de Felipe González, que tragó carros, carretas, sapos, y hasta el puño y la rosa, y ahora todavía le toca tragarse todos los cotilleos relacionados con su divorcio, después de 39 años. Pobre, ya no le queda nada de entonces. Ni la señora, ni Alfonso, ni el grupo de la tortilla. Pero Felipe sí que es de goma, y además muy elástica. Y en el fondo yo siempre me alegro de verle, porque al menos me retrotrae a épocas mejores en las que los políticos eran gente interesante que sabía hablar bien y que a veces incluso te deslumbraban, a tiempos en las que una sesión del congreso podía ser hasta entretenida, entre otras cosas porque sus señorías iban y no se ponían a mirar páginas guarras en Internet. A épocas donde uno pensaba que jamás estaría a la altura de esa gente, y no como ahora, donde me avergüenzo de escuchar a gente como Bibiana Aído. Si las/los modelos tienen que estar delgados/delgadas, si los/las deportistas y deportistos han de estar en forma… ¿por qué los políticos pueden ser unos necios sin unas nociones básicas de oratoria (o yo qué sé, de sentido común)

Aunque bueno, siempre nos queda José Bono, que no es que sea un astro de la retórica, pero que al lado de lo que hay cualquiera diría que es Cicerón. Y además, Bono también aguanta lo suyo, que hay que ver lo hijos de puta que son los de los partidos propios. Bono es una máquina de hacer totales (un concepto algo televisivo que quiere decir que suelta unas lapidarias que te quedas muerta), y yo al final me he hecho fan, porque hay que ser muy bueno para dar en una semana tres temazos: primero el de la monja (que Bono pensaba: “¿Cómo me la maravillaría yo?”), luego la idea de que se lea la constitución (apasionante), y que encima la lea gente como Fernando Alonso, Alejandro Sanz o Iker Casillas. Yo no tengo nada contra estos tres señores (bueno para qué mentir, odio a Alejandro Sanz), pero vamos, si ya la sentarme a escuchar la constitución me da bajona, no quiero pensar lo que sería leída por ellos. Espero que al menos estuvieran también invitados sus súper amigos Concha Velasco y Raphael, que esos sí le darían vidilla. Y por último, y para cerrar esta semana gloriosa, una frase que ha soltado en “La Ventana” "Si dios quiere, moriré con el carnet socialista en el bolsillo". Para decir esto siendo como es Bono, hay que ser de goma y tener unos huevos como el caballo de espartero.



Pero si hay alguien que sea de goma, de acero, de amianto y de cualquier material resistente esa es Esperanza Aguirre. Después de lo que ha vivido hoy en Bombay, después de lo del helicóptero con Mariano (él se rompió un par de dedos, ella salió tan piti, sin una arruga en su traje de chaqueta), después de perder unas elecciones y acabar ganándolas, después de los abucheos que le pegan en todos los hospitales… yo empiezo a pensar que Aguirre es inmortal, que llegará a Presidenta, y que además por las noches sale por Madrid armada con una espada buscando al otro porque ya se sabe… “sólo puede quedar uno”.

24.11.08

Volver a empezar

Hoy (bueno, hace un ratito), he decidido que quiero volver a empezar. No en muchos aspectos, que total estamos ya casi en Diciembre y luego para fin de año una no tiene nada que proponerse, pero sí en uno: Quiero volver a este blog. Sí, otra vez. Sí, sé que mis deseos duran menos que unas entradas de los killers en tick tack ticket, pero si una tira la toalla, así, sin intentarlo…

Además, ¡qué coño! Me he dicho que ya está bien de perder el tiempo, de dejar pasar mi hora y media o dos horas de vida real que tengo cada día después de las interminables jornadas de trabajo viendo la tele porque no puedo más, pero básicamente ya está bien de morirme de envidia viendo crecer el blog del Paseante.

Por eso vuelvo, porque llevo una semana leyéndole, y me da rabia su constancia, su disciplina, y sus posts, que cada día son mejores.

Además, me veo obligada. Primero porque es la única manera de seguir en contacto con él, porque aunque tiene mis emails no me escribe, aunque le he dado mis dos números de teléfono (y llamar desde el fijo le sale gratis) no me llama, aunque sabe dónde vivo no viene a verme, y aunque conoce mi domicilio no me manda cartas. Ni siquiera para felicitarme por mi trigésimo sexto (qué pasa, tengo estudios y no digo mi treinta y seis) cumpleaños, que fue el día 14.

Pero él se lo pierde, porque si me tratara le podría haber contado cosas para su último post sobre San Crispín, el patrón de los zapateros. Le podría haber hablado de mi tío Julián, que tiene 89 años y aún sigue en el oficio, y además no sólo es de los que pone suelas, sino de los que hace zapatos. Mi tío Julián tiene un taller muy pequeñito, al que entraba cada año cuando bajábamos a La Pola a comprar y a ver a la familia que vivía allí. Ya van quedando menos de los 13 hermanos de mi madre, pero ahí sigue el tío Julián, en su pequeño taller, dónde sólo había una mesa muy pequeña, y todo tenía una capa de polvo como de cuatro centímetros, compuesta de restos de goma de los filis o de las tapas. A los lados, decenas de zapatos mezclados, algunos con aspecto de haber sido olvidados por su dueño. Botas junto a zapatos de salón, madreñas con botines, alpargatas con stilettos… y nada más entrar, dos señoritas semidesnudas mirándote desde dos calendarios.

Y sin embargo el tío Julián nunca ha tenido el aspecto de un viejo verde que mire a las señoras. Es muy menudo, callado, de piel un poco aceitunada, de la rama de los “alcaldes” morenos, no de los de piel blanquita, con los ojos pequeñines, como los de mi madre, pero de un verde muy clarito.

Cuando entraba allí, olía a goma y a pegamento, y el tío Julián te miraba desde abajo, con las gafas pegadas a la punta de la nariz, las manos llenas de cola para el calzado y en la mano esa cuchilla tan fina y larga con la que cortaba la parte sobrante de los tacones a punto de repararse para trotar por esas calles adoquinadas del pueblo. Ahora hace mucho que no le veo en el taller, porque apenas va un ratillo cada día (para entretenerse), pero siempre me acuerdo de la frase de mi madre cada vez que entrábamos: “Julián, qué cerdo eres, si la Dolores entrara aquí le daría algo”. La Dolores era su mujer, una andaluza guapa que me imagino que debió descolocar a todas esas castellanas secas de la familia de mi madre (empezando con mi madre) y a la que me da que tenían ojeriza. La leyenda decía que si ibas a su casa te obligaba a caminar sobre gamuzas, para no manchar el suelo. Si esa leyenda es verdad, a la Dolores le hubiera dado algo, sin duda. Pero a mí me gustaba. Mi madre hablaba con él y yo, mientras tanto, con un dedo, trazaba una línea entre aquella capa de polvo y restos de goma de varios centímetros, como abriendo un camino. A veces me acercaba y soplaba con cuidado, y veía todo lo que había debajo de tanta mugre.

Puede que el tío Julián no fuera muy pulcro en el cuidado de su taller, pero recuerdo que le veía entregar los zapatos perfectamente arreglados y además, limpios y brillantes como si fueran de charol. Y además, es un hombre generoso. No le importó enseñar a mi padre un poco del oficio y así, durante años, y como vivíamos a muchos kilómetros del tío Julián, nos ha arreglado a todos los zapatos (aunque haya aprovechado para machacar a mi madre y mi hermana por lo mal que pisan), además, cuando ahora te lo encuentras en La Pola, siempre quiere que te tomes con él un vino, y siempre quiere pagarlo, mientras me pregunta siempre “Y si trabajas en la tele, ¿Por qué no te veo?”

Y además el tío Julián tiene mucha historia encima, aunque yo no me acuerdo bien porque a la que se lo contó fue a mi hermana, pero sé que el tío Julián de muy jovencito repartía el correo (o algo de telégrafos) con una bicicleta, y que esa bicicleta casi le cuesta la vida durante la guerra. Que estuvo condenado a muerte pero que al final se lo conmutaron por cárcel.

Nunca le he preguntado si rezaba a San Crispín, pero me da que era más de las estampitas de las señoras desnudas que de las de los santos.

Eso y más podría haberle contado al paseante, con el que tantas veces he hablado de zapatos, de calles, de fútbol, de amores, de nuestros padres viejitos, de la vida… pero que ahora parece sólo hablar con las que tienen un blog “en ejercicio”. Pues aquí me tiene de nuevo, por lo menos para que me felicite por mi trigésimo sexto cumpleaños, incluso para que me chinche por los resultados del Madrid.



En esta foto, hecha en el Turò Parc en Mayo, sólo se me ve a mí, pero ese hombre que se adivina a mi lado es el Paseante, que no quiere salir en las fotos porque teme que le roben el alma. Igual no llama porque teme que el teléfono le robe la voz, quién sabe, es un hombre mayor, y los viejos empiezan a tener manías.

Así que aquí estoy, volviendo a empezar, y además de verdad, porque en un cambio de ubicación de los archivos, todos esos posts que he ido dejando a medias para acabarlos en otro momento, se han esfumado, como el polvo y los restos de goma cuando soplaba en el taller del tío Julián.

4.4.08

Un post dentro de otro

Anteayer me cambié de bolso. Iba al concierto de Editors, y el que llevo últimamente de “Desigual” es muy bonito pero muy incómodo. Cogí uno muy feo, de los que se cuelgan en bandolera y son pequeñitos, pero lo suficientemente amplios para que entre la cartera y la cámara. En el cambio perdí la tarjeta magnética y tuve que pedir una provisional en Telecinco, pero gané una libreta que tenía olvidada desde hace mucho tiempo, creo que desde el anterior concierto de Editors, o sea, por noviembre.

Al salir del trabajo me he ido al metro, y me he encontrado con una desagradable sorpresa. El bolso feo es lo suficientemente grande para la cartera, el móvil y la cámara, pero no para incluir un libro, y me olvidé los periódicos gratuitos en la redacción. Así que cuando me he encontrado la libreta me he puesto a leer lo que había escrito.

Había algún que otro post abandonado, de esos que empiezo a escribir con mucha energía y que siempre dejo a medias, como todo. Y había dos con bastante forma. Uno hablaba de tres amigos, y otro de lo que tarda el metro. La verdad, a veces asombra pensar que pasa el tiempo y a una le siguen pasando las mismas cosas. Porque el metro sigue tardando mucho y resulta que, medio año después de ese otro post inédito, vuelvo a estar conectada con esos tres amigos. Por eso ahora voy a copiar aquel post. Tal cual.

“Nos han enseñado a querer a nuestra familia. Es obligatorio. Cosa de la sangre. Y una mierda. Puede que eso les sirviera a dos hermanos de Valencia que se casaron sin saber que lo eran, pero no es verdad.

A veces uno quiere a la familia, y a veces pues no la quiere. O a veces, simplemente, es que no la conoce, y por tanto no ha tenido oportunidad de quererla. El año pasado mi amigo Edu quería convencerme para que fuera a ver a Franz Ferdinand. Le dije: “No. Estoy harta de ver a los Franz Ferdinand. Tengo primos a los que veo menos.” Ayer mi madre me hablaba de un primo, Me contaba que se iba a jubilar. “¿Pero le pasa algo?” –le pregunté yo- “¿Cuántos años tiene? No tendrá más de 52.” Tiene 63. Mi madre me contó que al principio se había puesto al teléfono su hija, que estaba en Madrid haciendo un curso. No recordaba más que una hija, que nunca había vivido fuera. “Silvia, tiene tres hijos. Dos chicas y un chico que ha estudiado informática, o eso de ordenadores”.

Así es imposible querer a nadie. Sé mucho más de la vida de mis amigos que de la mayoría de mis familiares no directos. Y por supuesto, les quieres más. Y ellos a ti. Aunque no lleven tu sangre.

Hace cosa de un mes me llamaron para un trabajo que fue apasionante, pero a la vez el mayor infierno laboral que he vivido nunca. Los resultados fueron una tendinitis en los codos y un estado de nervios entre la depresión y la desesperación.

Cuando acabé me sentí rara. Fueron veinte días que pensaba que no iban a pasar jamás. No sabía qué hacer. Estaba como perdida. Pero alguien vino a rescatarme desde Bilbao. Me ofreció su casa, su cariño y su buena mano con la cocina. Y me dio un estupendo fin de semana, con paseo por Donosti en pleno festival de cine incluido.

Antes de irme a Bilbao, y en ese proceso estúpido de desespero, recibí dos salvavidas más. Uno que me habían lanzado muchas veces, pero que no había recogido por pudor, porque creía que no tenía derecho a agarrarme, así que acababa escogiendo otros o hundiéndome un poco más yo solita. Hasta que, de tanto lanzarlo, he acabado por agarrarme a él, y además de ser salvavidas, ha sido salvagatas. Al final, bastaron unas lágrimas y un cabreo bien pillado para soltar el lastre y agarrar ese flotador que llevaban tiempo ofreciéndome.

Cuando llamé a Mónica para que viniera a cuidar a Salsa debía estar más desesperada de lo normal. Me lo notó y clavó el dedo hasta que las lágrimas me empezaron a caer. Cuando colgué el teléfono estaba físicamente agotada, pero con fuerza para hacer más cosas. Hice la maleta para el norte, y saqué un billete de avión para ir aún más al norte.

Cuando volví me encontré una gata bien cuidada y la casa empapelada. Mónica llenó mi piso de post-it, recordándome lo guapa que soy y lo que todos me quieren. Escogió cada punto estratégico: El armarito de la comida de Salsa, el de los platos, el espejo del baño, la pantalla del ordenador… y hasta mi armario. Ahí estaban sus pos-it naranjas, hablando de admiración, de cariño y de confianza, palabras que no estoy acostumbrada a utilizar.

Cada persona tiene una forma de querer, y también de ayudar. Hay quien lo hace a besos, y hay quien lo hace a palos. Edu me trató peor que Goio y que Mónica, pero el resultado fue igualmente efectivo. Me jodió las coartadas, me reventó las defensas, me afeó las excusas y desterró de mi vocabulario la palabra “miedo”. Al final de los días que pasé en su casa de Newbury me contó un secreto. No puedo decir cuál es, pero me ha servido para tirar en algunos días difíciles que han venido después.

Ahora estoy con los tres como si fueran mis primos. Edu sigue en Inglaterra, Goio en Bilbao y Mónica ha pasado un tiempo en la India. Tengo ganas de verlos, aunque no llevemos la misma sangre. Ah, y también de volver a ver a los Franz Ferdinand.”


En unas horas me voy otra vez a Bilbao, donde Goio volverá a cuidarme, a pasarme la mano por el lomo (aunque no me dedique tanto tiempo, porque hay 16 más) y a demostrarme su buena mano con la cocina, aunque sea sólo para desayunar porque nos vamos de Pintxos y de sidrerías.

Mónica volverá a cuidar a Salsa, y seis meses después, verá que ahí siguen muchos de sus post-it, algo doblados, por los que siempre me preguntan las visitas.

Y Edu… Edu me ha ganado una apuesta. Y yo nunca pierdo. Para colmo, perder la apuesta significaba que perdía algo más. Algo que hace tiempo que vengo buscando. Pensaré que, como dicen las abuelas, “no estaba de Dios”.

Para la próxima espero ganar la apuesta… y lo otro.