27.2.07

Ordeno y mando

Uno se pasa la vida con alguien detrás que le dice lo que tiene que hacer. Al principio es tu madre: “Come, deja de comer, no toques esto, no digas aquello, estudia, recoge, ahorra…”. Luego también es tu madre, pero según vas creciendo se va uniendo gente a ese ejército de mandos intermedios (siempre es la madre la de más alta graduación) que dictan cada movimiento de la vida. Los profesores, los curas, los jefes, la publicidad, las leyes, los bancos… y los amigos.

¿Por qué queremos a nuestros amigos? Nunca me he parado mucho a pensarlo. Seguramente porque los amigos son lo primero que uno elige, igual porque te dan lo bueno que tiene la familia, pero sin las cosas malas, quizá porque significan el norte cuando te pierdes, porque te escuchan y porque les gusta escucharte, porque en ocasiones hasta te hacen caso, a lo mejor porque no nos juzgan, o lo hacen con cariño, puede ser que por todo eso y porque es con ellos con los que descubres muchas cosas buenas, incluso imprescindibles… diría que hasta vitales (esto sólo si tienes buenos amigos, como los míos).

Pero al final resulta que también mandan. Tienes que escuchar a este grupo, tienes que leer este libro, ¿pero nunca has estado en el Independance?, Ya no sales nunca… y, claro, uno no le dice “no” a un amigo (bueno, yo no le digo “no” a casi nadie). El Roedor, el paseante y el “modenno” de los rizos son mis amigos más mandones. Exigentes, tajantes, me mortifican cada día para que escriba y mantenga este blog, que por algo (según piensan ellos) se llama diario. Da igual que me queje por los horarios, por la pereza o simplemente por la falta de imaginación o los argumentos a desarrollar. Me dan ideas, me bombardean con temas, me recuerdan cosas que les he contado como posibles historias.

El paseante quiere que cuente una noche en que, para no dejarnos el sueldo en la factura del móvil, le dí mi número de fijo a chicharrero1, The queer enquirer, con la salvedad de que sin darme cuenta, y por costumbre, el número era el de mis padres y mientras yo pensaba “¿Pero qué coño hace esta marica ahora que no llama?”, el pobre llamaba a su casa pasada la medianoche. A punto estuvo de saludar a mi septuagenaria madre con un “¡Guarra!”, que sólo la soñolienta voz de mi progenitora consiguió evitar.

La verdad, no me parece una historia muy allá, pero con ellos me siento una recluta asustada y, sinceramente, temo el calabozo que para mí sería su indiferencia.

Y sí, el de la foto es Harry, el hijo menor de Carlos de Inglaterra, que como es un bala perdida, al padre lo mejor que se le ha ocurrido ha sido mandarle a Irak. Puestos a destrozar cosas cuando se pasa con las copas, pues que el chaval destroce fuera de casa. ¡Vaya gente!

8.2.07

The edge

Hace unos años, escuchando una canción de U2, le pregunté a mi ex (muy fan de los irlandeses), por qué al guitarra le llamaban The edge (edge en inglés es el borde, el filo de algo). Él me contestó: “¿Pero no lo sabes? Le llaman así porque el tío es un borde, monta unos pollos tremendos”. Yo le miré algo extrañada, pero me lo creí. Al momento, se echó a reír en mi cara, y durante muchos años, cada vez que me enfadaba con algún camarero, funcionario o dependiente del El Corte inglés, él me llamaba The edge.

Al parecer, llevo unos días en modo The edge. No es lo que yo pensaba, pero mis amigos dicen que estoy borde, y si mis amigos lo dicen debe ser verdad. Yo en realidad creía que lo que pasaba (y me pasa) es que estaba triste, porque estoy cansada, me siento sola, está nublado y hace frío y porque me siento apática.

No sé, igual es también porque veo que la gente va encabronada y un tipo guapo y supuestamente inteligente como Viggo Mortensen va y se mete con Almodóvar por no ir a la gala de los premios Goya. Dice Mortensen que él se lo pasó bien; eso es porque este año, por primera vez en muchos, la ceremonia fue hasta divertida, y porque es la primera a la que viene.

Lo primero, la gente va donde le da la gana, y más alguien como Almodóvar, que ya no tiene que demostrar nada ni hacer méritos ante nadie. La verdad, empieza a caerme bien la gente borde. Son bordes porque dicen lo que quieren, creen que llevan la razón y para colmo la gente tiende a respetarles, a aceptar sus cuchilladas con un lacónico: “Es que es así, ya lo conoces”. Unos son así, y otros, como dice mi madre, “somos asao”.

Por cierto, Mortensen, de borde a borde: tú película era una mierda, y la de Almodóvar no, y a mí como espectadora, eso es lo que me interesa, así que cúrrate una buena a ver si el año que viene en vez de los Goya, puedes ir a los Oscar. La ceremonia será más divertida aún, te lo aseguro, y es probable que puedas encontrarte con Almodóvar y volverle a echar la bronca. La verdad, y parafraseando el anuncio de compresas o la canción de Las Vulpes, aunque menos ñoño y menos bestia: “Me gusta ser una borde”.

¿Será posible curarme? Seguro que sí. Yo siempre he pensado que muchos bordes dejarían de serlo con una buena terapia consistente en un par de cortes bien dados, o en su defecto, y también bien dadas, de un par de hostias. Pero quizá sea aún más fácil. Igual sólo necesito lo que esta pareja italiana ha tenido durante 5.000 años, y seguramente me bastaría tenerlo por algunos menos.

Y si no, creo que esta semana ya me he llevado un par de cortes.

2.2.07

Volver a creer

Cuando era un bebé, prácticamente recién nacida, mis padres ya debieron imaginarse que era una buena pieza, porque dado que pesé cuatro kilos no creo que temieran por mi supervivencia, así que decidieron apartar el pecado original de mí cuanto antes, bautizándome a los dos días de nacer, en la capilla de la maternidad de O´Donnell, donde nació medio Madrid.

Los asistentes fueron pocos. Mis padres, mis hermanos, mi tío Modesto y su mujer, unos tíos de mi padre y un primo del pueblo. El caso es que entre tanta gente, no sé por qué, los elegidos para ser mis padrinos fueron mi hermano José Luis, que tenía 14 años en la época, y mi hermana Mari Carmen, que tenía 8. No recuerdo quién era el cura, claro, pero imagino que ahí, toda colorada y embutida en un arrullo, pues no me fijé mucho.

Hice la comunión en 1981, y el cura que me la dio era un señor chungo que se llamaba Don Demetrio, y que debía ser un poco trepa, porque de una iglesiucha de Moratalaz, pasó a una pedazo iglesia de la calle Goya, en pleno barrio de Salamanca. En aquellos años mi madre me había apuntado a guitarra y solfeo, y las clases se impartían en un local de la iglesia. Curiosamente, el profesor se llamaba Carlos Santana, pero no era muy rockero, me temo. Luego, los fines de semana, no sé si para que practicáramos o por proselitismo, tocábamos la guitarra en misa. Allí, clásicos como el "qué alegría cuando me dijeron…" o la "espiga dorada por el sol" se combinaban con hits de Bob Dylan (la versión acristianada del "Blowing in the wind") o John Lennon.

La verdad, no se me daba bien la guitarra, me aburría en la iglesia, y creo recordar que una vez me dormí. Poco después perdí, si no la fe, sí las ganas de tocar con ese grupo, una pandilla bastante aburrida comparada con la pandilla más gamberra de chicos de mi colegio.

A mí madre no le gustó que perdiera la fe. Bueno, en realidad a mi madre no le gustó que perdiera la costumbre de ir a la “misa de niños”, que era a las once y media. Su explicación, como siempre, era de lo más prosaica. “Si dejas de ir a misa, dejas de salir por las mañanas. Pero hija, ¿tú a qué te crees que va la gente? A enseñar el abrigo de pieles y a tomar el aperitivo...”. Como siempre, tenía razón. Ni ella, ni mi padre, ni mi hermana, ni yo hemos salido mucho a tomar el aperitivo. Somos más de quedarnos en casa, leyendo “El país” al sol que nos entra por la terraza. Así que además de la fe, perdí para siempre el momento tapeo, que sólo hago cuando noto que algunos de mis amigos dejan de llamarme. Entonces me levanto pronto, me ducho, me visto y hasta me pinto, y me voy camino de La Latina, a tapear, ver a mis amigos y luego hacerme un cine. Cuando me decido me pregunto por qué no lo hago más a menudo, pero se me olvida pronto.

El caso es que hoy, tras muchos años, creo que la he recuperado (la fe), o al menos he pensado que igual no está tan mal creer en algo. Ha sido, como en tantos otros casos del cristianismo, una revelación. Una imagen ha aparecido ante mí, y en ese momento me he dicho: “No está todo perdido, la iglesia católica aún tiene cosas que merecen la pena”. He aquí la imagen que me ha tirado del caballo del ateísmo, que me ha convertido en hija de Pablo de Tarso.


No sé si tendrá algo que ver el hecho de que mi primera regla llegara a los doce años, una noche durante el intermedio de un episodio de "El pájaro espino", pero algo se ha movido en mi interior, como aquel día. Se llama Georg Gaenswein, y es el secretario de Ratzinger. Yo ya sabía que un hombre cultivado como el papa, y que lleva zapatos rojos de Prada, no podía ser del todo malo. Yo no sé si por este golpe de fe que me ha venido, o porque nunca me ha hecho falta ir a misa para ser buena persona y aplicar la educación que me dieron mis padres, hoy he hecho la buena obra del día.

Acompañando a mi amigo Óscar a cambiar el coche de sitio, nos hemos encontrado una flamante cartera Carolina Herrera. Llena de tarjetas de crédito, carnets varios, y 150 euros. Todo menos un teléfono donde llamar. Al final, las páginas blancas, mi picardía y saber que la desafortunada víctima de la pérdida trabajaba en telefónica, me han puesto en contacto con su madre, y luego con ella. Sólo pensar la alegría que se iba a llevar pensando en el dinero recuperado, y en no tener que cancelar tarjetas me han arreglado el día. Tras devolverle la cartera, he vuelto a mi sitio, y antes de sentarme para seguir con el cuestionario a Daniel Ducruet, he mirado la foto del padre Gaenswein. Juraría que me ha sonreído… y que yo me he ruborizado.